lunes, 17 de mayo de 2010

Incio: un gallego benemérito

Don Juan Díaz González, Capitán del "Montecillo" de la Compañía general de navegación, natural de Incio (Lugo) llegó, procedente de Casablanca, al puerto de Bilbao, el mismo día en que surgió el movimiento en España.

Allí fue apresado y metido en la cárcel, por orden de las Autoridades rojas.

No se resignaba él a esperar inactivo en la prisión el fallo de los jueces, y empieza a poner en juego todos los resortes de su imaginación y toda su inteligencia, buscando el medio de escaparse de tan poco confortable vivienda, cuando, en uno de los patios de la cárcel, ve destacarse la figura del jefe de la F. A. I. de Bilbao, a quien en otro tiempo conociera casualmente en una tasca.

No lo pensó más. Se dirige a él, y con la mayor camaradería, no exenta de cierto aparente respeto le saluda:

-¿Cómo está Vd.?
-¡Hombre!... y Vd. ¿cómo vino a parar aquí?
-Pues, ya lo ve Vd... aquí estoy acusado de fascista, cuando mis ideas como Vd. sabe, son completamente contrarias al Fascio.

El otro no sabía nada: le había visto una sola vez, y esa vez no se cuidaran de hablar de política ni cosa parecida; pero... como el preso dijo con tanta firmeza que "él lo sabía", pues... debía saberlo; y... acaso fuera verdad.

-¡Vd. sale de la cárcel ahora mismo!
Y... de la cárcel salió. Ahora sólo faltaba confirmar con los hechos lo que con palabras afirmara, a fin de ganarse la confianza de los rojos que le permitiera huir en la primera ocasión, que no tardó en presentarse.

En agosto, después de haber llevado una temporada levantando puños, viniese o no viniese a cuento, había que conducir a Alicante un cargamento de municiones de guerra, que de allí serían reexpedidas a Madrid. Se entera Díaz González, y se ofrece a conducir el barco, solicitándolo con un interés que pudiera parecer sospechoso si, con tanto puño, no se hubiera ganado ya una marcada reputación de rojo, y si, para apoyar su petición, no hubiese dicho él mismo, "mandasen con él todos los milicianos que quisieran".

Le confían el barco, y el 27 de agosto se hace a la mar el "Montecillo" con un cargamento de 9.000 toneladas de material de guerra, llevando entre la tripulación ocho milicianos de la mayor confianza de las autoridades bilbaínas.

Al llegar a la altura de Gibraltar, el capitán, que ya madurara su plan, dijo a la tripulación, que había que entrar en puerto para carbonear.

Hácelo así, y pide el carbón necesario a una entidad cuyo jefe resultó ser amigo suyo, y a quien, poniéndole en antecedentes, le dijo: Vd. no dé carbón, mientras nosotros no soltemos dinero; y... como dinero no hay...

Efectivamente: -"Si Vdes. quieren carbón, traigan antes el dinero" -dice el de la compañía- y... surgió la dificultad, cuya solución había de car tiempo suficiente al capitán gallego para ultimar la urdimbre de su plan!

Enteran al Cónsul de la España roja en Gibraltar; éste se comunica con Madrid; Madrid le da instrucciones; acude a la casa proveedora; la casa quiere garantías, y... mientras tanto, un automóvil que marcha a todo gas hacia la Línea, y en él un hombre valiente y abnegado, un gallego, un español verdad, que se dirige a la ciudad fronteriza para decir al Comandante Militar de la plaza:

-Hacia las once de la mañana saldré de Gibraltar, con un importante cargamento de guerra consignado para Madrid. Voy vigilado, y no me es posible torcer el rumbo del barco sin hacerme sospechoso y sin malograr por consiguiente el salvamento de la mercancía. Creo conveniente que salga una escuadrilla de aviones a bombardearnos, con lo cual, tal vez consiga intimidar y rendir a la tripulación. Si no fuese así, no hay que preocuparse; yo me encargaré de que esas municiones no se empleen contra España: ¡Irán a parar con nosotros al fondo del mar!

Estas debieron ser poco más o menos las palabras del capitán que, terminada su misión, se volvió a Gibraltar, para salir de aquel puerto a las once de la mañana según lo convenido.

Alejado ya del puerto, no tardó mucho en comprobar que, a la exactitud matemática que él pusiera en la hora de salida, correspondía la de las autoridades militares, en la del envío de los aviones.

En el horizonte, se divisan unas manchas negras apenas perceptibles, que van poco a poco agrandándose a medida que se acercan, hasta presentar su verdadera figura de aviones en escuadrilla, que giran en torno del "Montecillo", y cerca de él lanzan las primeras bombas que levantan enormes columnas de agua, y producen un fuerte oleaje entre el cual baila el barco locamente, arrancando gritos de terror a los tripulantes.

Uno de ellos (primer oficial) se tira por la escotilla y se hiere gravemente; otros huyen en diversas direcciones, y todos temen, menos uno que, impasible, contempla el espectáculo.

Las bombas siguen cayendo, y ya en cubierta no se ve ningún hombre: ¡huyeron todos escondiéndose a la mirada de los aviadores, y con ellos está el capitán del barco desarrollando su plan!

-Acaba de recibirse un radiograma en que se me dice que Franco perdonará a la tripulación si nos entregamos. ¿Qué os parece muchachos?

-¡Que nos entreguemos!

-Subid pues a cubierta, que vamos a hacer la señal.

Y la señal se hizo. Una sábana blanca flotó al viento, en el instante preciso en que los aviones dejaban de lanzar metralla. ¿Habían visto la señal? Eso creyeron todos incluso el capitán, hasta que ven, llenos de terror, como los aparatos descienden rápidamente en dirección al barco, y empiezan a vaciar contra él sus ametralladoras, con manifiesta intención de barrer la cubierta. ¿Qué había pasado?

Que los aviadores no vieran la señal; que se le terminaran las bombas en el momento mismo en que sobre cubierta apareciera el capitán rodeado de la tripulación, y, temiendo que aquella fuera a matarlo, decidieron cargar sobre ella con las ametralladoras, como así lo hicieron, dando con esto ocasión a que el capitán viese ultimado su plan. La tripulación, al verse acometida por las ametralladoras, huyó tan velozmente como pudo, encerrándose en sus respectivos camarotes, cuyas puertas fue cerrando con llave el capitán, quedando así dueño absoluto del barco.

Un segundo oficial y el Radiotelegrafista que eran de toda su confianza, fueron los únicos que con el capitán pudieron ver con satisfacción como el barco que partiera para Alicante iba a rendir viaje en Ceuta, a donde se dirige a toda máquina, después de avisar al "Jaime" que le escoltaba, de que, "por bombardeo aviones nacionales tengo que regresar a Gibraltar", a fin de que el acorazado rojo le buscase en aquella ruta, mientras él seguía la de Ceuta, que había de llevarle a la liberación y a la gloria.

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Texto procedente de la obra del canónigo de la Catedral de Santiago de Compostela, Revdo. P. D. Manuel Silva Ferreiro, Galicia y el Movimiento Nacional: paginas históricas, 1938.

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